Yo había estado todo el mes anterior rodando uno de esos proyectos vampiros. Esos rodajes que te chupan la energía y te secuestran las ganas de vivir, pero que, seamos honestos, te permiten hacer la compra en Mercadona, pagar la luz y el agua, e incluso irte de viaje a París o Londres con los tuyos.
Trabajos muy bien remunerados pero que en lo creativo te dejan un poco como mirando a la pared pensando si no te hubiera valido más la pena aprender a poner azulejos o reparar tuberías que haberte dedicado a esto del cine.
Pero este sábado pasado tuve una de esas compensaciones que la vida te da siempre que te ha quitado algo antes. (O casi siempre).
Estuvimos rodando un cortometraje en el Instituto Tomás Morales de la capital grancanaria con un maravilloso grupo de alumnos que, según tengo entendido, pertenecen a la clase de los inadaptados, los que las suspenden todas, los que repiten cursos unos tras otros.
En cumplimiento de una promesa que les hice la ultima vez que estuve allí, esa mañana de sábado estaba yo alli a las ocho y media de la mañana pertrechado con una cámara, un micrófono y un par de luces, dispuesto a materializar un pequeño guion que entre todos habíamos pergeñado.
Una idea sencilla que yo les había enviado a través de su profesor en forma de borrador y los mismos alumnos se encargaron de desarrollar.
Hicimos un trabajo muy muy digno, más teniendo en cuenta que ninguno de esos chicos había estado jamás en un rodaje profesional, pero aunque no hubiera sido así, aunque hubiéramos rodado el peor cortometraje de la historia, no tendría importancia.
Porque lo del sábado iba de otra cosa, al menos para mi.
Iba de volver a ver unas ganas y una ilusión por hacer cine que hacía mucho tiempo que no veía. Iba de ver como unos alumnos que siempre llegan tarde por las mañanas a clase, estaban todos allí un sábado por la mañana esperando a que nos abrieran las puertas del instituto.
E iba también, aunque no lo crean, de reencontrame con mi yo de hace cuarenta años.
Porque yo fuí uno esos alumnos inadaptados. Yo fui uno de esos que repetí todos los cursos que se podían repetir. Yo con 15 años estaba más perdido que el barco del arroz y nadie daba un duro por mi.
Y me hubiera encantado que alguien viniera a mi instituto en aquellos años 80, y hacer un cortometraje y haber encontrado mi camino en el audiovisual mucho antes. Quizás me hubiera ahorrado veinte años trabajando de camarero en una precariedad que asusta cuando miras atrás.
Porque sí. Porque yo pude detectar en un solo día a un par de joyitas entre esos alumnos, con un potencial brutal para dedicarse al audiovisual y ganarse la vida sobradamente en el sector.
Y mi pregunta es: ¿lo que yo descubrí en ellos en apenas unas horas rodando juntos, no ha sido capaz el sistema educativo de detectarlo en seis años de colegio y otros más de instituto?
¿Para qué sirve entonces nuestro sistema educativo? ¿Para que si con 15 años no tienes las hormonas en su sitio como para recordar fechas históricas, entender los putos polinomios o hacer análisis sintácticos, te releguen a clases apartheid de inadaptados? ¿Y que eso determine el resto de tu vida le importa a alguien?
El sistema educativo debería detectar el potencial de cada alumno para que, después, como individuos adultos aportemos lo mejor de nosotros mismos a la sociedad.
Pero no es así, y mira, con el de hoy ya van más veinte mil días que no he tenido que usar el mínimo común múltiplo para nada en mi trabajo.
Y por último, aprovechando que nadie lee este blog, les voy a contar un secreto.
Muchos de nosotros, los inadaptados, los repetidores, los del "nunca vas a llegar a nada" de la época del instituto, acabamos en la vida adulta haciendo cosas maravillosas.
Ojo. Cosas maravillosas. No cosas importantes; solo maravillosas.
Quizás no fuimos médicos, ni directores de banco, pero hicimos algo que nadie más hizo. Contamos una historia al público y esa historia que contamos es única. Nadie más la contó igual ni con las mismas palabras.
Y eso es simplemente maravilloso.